sábado, 11 de abril de 2009

Vampireando1.0

- Hubo momentos donde lo llegué a sospechar. Todo indicaba que podía ser fácilmente uno de ellos, los bichos raros del instituto. De hecho, los compañeros de clase se rieron largamente de mí por llevar aquellas gafas oscuras; y ¡Ojo! Que cuando digo “largamente”, no me refiero a los primeros 20 minutos, en los que se sacan las libretas y se discute sobre el programa televisivo de moda del día anterior, no. Estoy hablando de meses, casi un curso entero pidiéndome cupones para el sorteo del sábado.... hasta los profes, vamos. Yo tenía un problema de visión bastante usual, pero no tanto a mi edad ni en personas con mi color de ojos, más oscuro que el de los fotofóbicos más comunes, un problema que me obligaba a usar gafas oscuras hasta en los momentos en los que las luces eran artificiales. Como decía, habían profesores que se permitían el gusto de gastarme bromitas ante el resto del alumnado como: “A ver, tú, lee” –“¿Quién, yo?” Preguntaba; tonto de mí- “No, el ciego no, el de al lado, que ese si que puede” –Contestaba el muy capullo, provocando así una carcajada general para distender el ambiente.- No lo tuve seguro hasta bien llegada la pubertad. El sabor de los “bisteles”, que era como yo llamaba a los bistés, era tan sumamente atrayente que llegaba a esconderme tras los más mínimos recovecos del barrio, para poder engullir varios de esos manjares de una sola sentada; en la guardería abandonada del viejo y oscuro palmeral, en los ruinosos y olvidados barracones de la electricidad de una urbanización abandonada, en las traseras del mercado al por mayor, donde solo entraban los camiones de carga y descarga, en la negritud de mi cuarto... .- La mayor parte de las madres que conozco, estarían más que orgullosas por que sus hijos desarrollen un gusto por la carne como el que yo tenía.... Seguramente, se lo habrían pensado dos veces antes de contestar si la pregunta era si les gustaría que sus hijos se enganchasen como yonkis a todo tipo de carne fresca, casi palpitante y recién cortada. Con mucha sangre.- Por aquel entonces, para poder comerme un simple chicle, debía esperar a que me invitasen los amigos pues, mi capital andaba tan escaso como mis zapatos, prácticamente como el resto de los muchachuelos de la comunidad. Con esto quiero decir, que no podía permitirme muy a menudo este tipo de lujos. Y no piensen ustedes que gastaba un solo duro en comprar la carne del mercado, simplemente se podía decir que tengo suerte y me la ponían en el camino, no se quién, pero estaba ahí y si no estaba, me las arreglaba para que estuviese; Sólo debía alargar la mano y cogerla. Era consciente de que esos arranques míos no eran en absoluto normales pero tuve que hacerme a la idea y aceptarla: tenía un grave problema.- La primera vez que me dio por hacer el salvaje,-ahora que lo veo de lejos me parece una salvajada-, fue en una escapada a la montaña que descansa justo delante de la ventana del salón de nuestra casa. A lo mejor no debería decir “justo”, pues se encontraba echada a unas cuantas decenas de metros, y lo que se ve desde el salón son un par de carreteras en diferentes sentidos y otros edificios como el de nuestro apartamento de protección oficial, pero de solo tres pisos de altura, lo que me dejaba disfrutar con claridad y de manera general, de la vista de la montaña.- Pues bien, pongamos que en su cima, una constructora tenía como objetivo construir un recinto-urbanización de lujo para lo que, de manera provisional, el ministerio de fomento dejó caer una carretera que describía un circuito por donde poder acceder a todas las casas, amén de una serie de búnquers donde controlar los cables de la luz. Poco más pudieron hacer. Después de asestar un buen par de mordiscos a la pobre montaña, comprobaron que el material no era para sus delicados paladares, y vomitaron todo lo comido para marcharse descontentos y dejar el circuito y los búnquers pelados y vacíos.- La mayor parte del tiempo, la montaña era zona de reflexión y soledad. Solía pasear buscando alguna señal del pasado no tan remoto de mi barrio, como: coches abandonados, latas, pensaba incluso que llegaría a encontrar una mochila rebosante de dinero y acompañada de un revolver manchado de carbonilla, aunque lo más interesante que descubrí fue el río de desperdicios secos de la constructora. Otras veces, se convertía en el escenario improvisado de legendarias y furtivas carreras de motos entre los “pendejúos” con más huevos de toda la isla. El escándalo que levantaban se podía escuchar a kilómetros.... Pero aquel día era de los tranquilos.- Buscaba la manera más sensata de meterme en algún búnquer. Tenían la entrada en el techo y su estructura se sumergía bajo el nivel de la carretera. El acceso era a través de una desvencijada escalera de metal con una altura de cinco o seis metros y venía a desembocar en una habitación de casi setenta metros cuadrados, con cajones altos de hormigón que hacían las veces de improvisado asiento para otr@s explorador@s como yo. Allí se iba a medir la intensidad de la corriente que pasaría a las casas; en su día funcionó, pero el cobre se paga, y robaron todos los cables de los búnquers, así como el de la mayor parte de las farolas del barrio. Veía restos del paso de otras personas, pocos de sus pobladores originales. Esto quería decir, que aunque solitario, aquel lugar era visitado frecuentemente por otr@s aburrid@s exploradores de agua dulce, aunque para mí, parecían ser años de desorden y abandono.- Mi imaginación se disparataba intentando sortear los traspiés que el destino había impuesto al sucio agujero.Nada podía haberme hecho imaginar lo que pasaría a continuación. Sabía que estaba solo, porque para mí entender, nadie pasaba por esos sitios, por eso, el llanto desesperado de alguna especie de bebé herido de muerte, me hizo pegar un bote que casi me saca del búnquer. Busqué aterrado la escalera para poder salir y el gemido subió en intensidad. Mis ojos se adelantaban alborotados en búsqueda de una sola señal que hiciera entender qué era lo que estaba pasando. De repente una de mis pupilas consiguió filtrar la imagen que aún hoy tengo grabada en la memoria: una de las rumbrientas compuertas del cajón de los cables temblequeaba sobre sus goznes. Algo con piel rosada y sangrante luchaba por salir mientras daba rienda suelta a sus pulmones para que soltasen los tañidos de una garganta desesperada. Parecía que un perro salvaje y nervioso luchase dentro de mi pecho para poder salir y el inconfundible sudor frío del miedo me empapó la espalda. Cualquiera sabía en aquel momento, qué clase de criatura saldría del cajón.En el momento de su frustrada construcción, la montaña fue horadada por dos motivos: el sistema de electricidad y el de alcantarillado. Ambos tan acabaladamente y con tan poca fortuna, que llegaron a improvisarse galerías para compartir ambas funciones, galerías que desembocaban en los cajones de los búnquers que al desplomarse dejaban nuevas puertas abiertas a los bichos y animalejos que se habían criado en las húmedas alcantarillas.La portezuela volvió a rechinar e instintivamente me agaché para buscar en el suelo algo con que abrirla. Tropecé con la manguera de los haces de cables de alta tensión, de plástico duro y forma cilíndrica. La agarré con fuerza y empujé la portezuela que cayó con alarmante escándalo y formando nubes de polvo sucio. De repente, sentí como mi tobillo se estremecía ante la presión de los afilados dientes de una bola de pelo gris y larga cola que serpenteaba como el látigo de Indiana Jones. Golpeé a la gigantesca rata varias veces con el tubo de plástico, tantas que lo único que pude sentir después era un constante y fuerte latir mientras la sangre chorreaba por mi pie.Miles de burbujas de polvo bullían en el suelo entre chillidos y golpes de manguera. El aire se tornó irrespirable y la garganta se me secó tan rápido... tenía tanta sed. Intenté tragar saliva, pero lo único que bajó por mi garganta fueron bolas de polvo, pelo y mierda de rata pulverizada. Los pulmones se me habían prendido en llamas y las lágrimas de escozor me corrían por la cara y el cuello mezclándose con el polvo y la tierra y formando surcos de roña en mi piel. Cuando mi cuerpo sin fuerzas no me permitió seguir golpeando sólo pude buscar a ciegas un trozo seguro de pared para apoyarme y esperar a que todo se volviese más tranquilo. Poco a poco; muy poco a poco, la nube de porquería se disipó y la atmósfera fue quedando en silencio. Mi seudo-respiración seguía siendo agitada produciendo sonidos por la irritación de mis alvéolos. Intentando mantener la calma fue cuando caí en el llanto. Seguía sonando aunque esta vez cada vez más y más bajo; dentro del armario. No pude evitar acercarme. Estaba tan nervioso que alguna descontrolada glándula me daba fuertes punzadas detrás de las muelas y aún así no me detuve.Se trataba de una cría de gato. Una criatura recién nacida y con la extraña suerte de ser la única que sobrevivió al ataque de las ratas. Parecía tan desvalida, que la pena me hizo apiadarme de ella y la cogí con la mano que me quedaba libre. En esa postura no se diferenciaba mucho de las ratas, excepto por las orejas y la colita peluda. Podía ver su espalda temblequeando estremecida. Note la humedad de su sangre empapando la palma de mi mano, parece ser que estaba herida. Abrí la mano para darle la vuelta y poder limpiarle la hemorragia. Con paciencia fui retirando trozos de piedras y polvo que se había coagulado con la sangre. Entonces me di cuenta de la herida del abdomen, Un corte que dejaba entrever algo más que la sangre y un poco de piel cortada. Esa pobre criatura estaba muriendo poco a poco entre mis dedos a causa de un boquete por las mordeduras de las ratas.Se revolvió inquieta haciendo saltar un fino hilo de sangre sobre mis labios. Puedo jurar ante todo tipo de leyes y religiones, que esa sensación nunca había aparecido entre las muchas con las que me regalan los sentidos. Miles de brazos invisibles tiraban de mis cejas, mis pestañas, mis carrillos, y sobretodo de mi boca en dirección al agujero abierto en las tripas; fue casi sin pensarlo, en un segundo, sangre y tripas entraban por mi garganta, y con ellas, un desgarrador escalofrío erizando hasta el último poro de mi piel. Superior a cualquier orgasmo. Más impactante que la mayor de las sorpresas.Al cabo de unos pocos minutos, me descubrí relamiendo los últimos resquicios de sangre del animal y no fui capaz de entender cómo pude llegar a esa situación. Los ojos del animalito se habían vuelto vítreos, de un color azul claro, de muerte.Esperé a que cayese la noche y salí del mohoso búnquer para dirigirme hacia ninguna parte, sucio, confuso y desorientado.

1 comentario:

hermi dijo...

Sangrante Coquin!! je je