sábado, 26 de enero de 2008

Uno de mis cuentitos

Una tarde, el señor X salió de la oficina con el extraño presentimiento de haberse dejado algo atrás. Mira que le jodía tener que dar la vuelta, pero decidió recular hacia su mesita de ordenador de los ochenta y registrar en el cajón para cerciorarse. Todo parecía estar en su sitio: la cartera en el vuelto de la chaqueta, las llaves en el bolsillo del pantalón, la cabeza sobre el cuello y este sobre los hombros.... Así, con la duda metida en el bolsillo, junto con las llaves, arrancó su utilitario color azul occipital y se encaminó a casita para pasarse las horas pensando en qué podía ser.

Parecía una tarea fácil para pasar la tarde; cavilar zorrudamente qué le faltaba.

Poco a poco, la sensación fué concentrándose paulatinamente en una región de su abdomen, entre los pulmones y apretándole el diafragma, como si un hueco que siempre ha vivido ahí, estuviese reclamando su sitio. Tomaba bocanadas cada vez más profundas de aire, que más que inspiraciones parecían suspiros. Esto le provocó tal sofoco que decidió salir al balcón para volver a respirar un suspiro tan melancólico que al soltar el aire, su voz se le antojó un gemido.

No podía entender qué estaba pasándole, y esto le enfurecía. Corrió al interior de su casa y buscó frenéticamente papel y lápiz, haciendo esfuerzos apuntó todos los movimientos que recordaba haber realizado desde el momento del despertar, y en cada una de las siete tentativas, al llegar al punto de "Cogí papel y lápiz", se le caía un hondo suspiro y vuelta a escribir, cada vez con mayor detalle.

Ya dan las 5 de la mañana en el viejo cuco del pasillo, el señor X decide salir del montón de papel escrito bajo el que se había escondido. El presentimiento sigue ahí y no parece dispuesto a irse. Hace un par de horas que el hueco de sus tripas ha afectado a la garganta. Tiene la sensación de estar siendo oprimido por una cuerda que no puede ver....

Comienza a llorar. Entre sollozo y sollozo vuelve a escapársele ese quejido lastimoso que le enfurece y no le queda más remedio que salir a la calle en busca de nuevos aires que le llenen los pulmones.

Entonces, un soplo de viento salado entra tímidamente por sus fosas nasales. El aire del puerto. Olor a pescado mezclado con gasoil y grasa de juntas y casi sin pensarlo, enfila sus pasos hacia el lugar. Es todo un espectáculo verlo caminar a las 5 y cuarto de la mañana con el pelo despeinado, desaliñado y en pantuflas, con la mirada perdida en algún punto alto, como los carneros después de pasar por el cuchillo del matadero, y los brazos semiestirados, con las palmas hacia delante, como pidiendo algún tipo de ayuda.

Llega al final del muelle. Un grueso muro de hormigón de 15 metros de altura. Los pescadores de caña, al verlo, recogen sus atriles y se marchan del lugar por ser tristemente conocido por los suicidas para dar su último baile. Se ve que el señor X viene con dudosas intenciones y no quieren pasar un mal rato.

Nuestro hombre se sitúa en el punto más alto y ventoso del muro rompeolas.

Vuelve a toma una bocanada de aire y percibe como si entrase y no apareciese por los pulmones ni de casualidad, como si la brisa estuviese traspasando su cuerpo sin hacer el más mínimo esfuerzo. Se estira de brazos para ampliar capacidad pero sigue sin haber cambios. Quiere soltar un grito tan fuerte que después se funda todo en negro y acabe la pesadilla. Toma aire, abre la garganta, los brazos.

Un fuerte alarido de mujer se escucha en el muelle. Un grito como el del las damiselas en apuros de las películas en blanco y negro. El señor X se detiene y enfila la mirada hacia su derecha. Todo se ha vuelto silencio.

Una mujer se encuentra arrodillada a pocos metros de él, con los brazos abiertos e intentando coger aire del mar con el que parecía querer llenar sus oprimidos pulmones.

Ella, por primera vez, se percata de la existencia del señor X y se siente observada por él. A su vez, el señor X, también cae en la cuenta de que esta extraña desconocida gritona le está mirando con los brazos abiertos.

Un fortísimo escalofrío recorre sus cuerpos al notar cómo por fín el aire vuelve a llenar ese hueco que les atenaza el diafragma; Primero lentamente y mientras más se aproximan, mayor es la sensación de alivio, liberan sus gargantas y corren el uno hacia la otra y viceversa, con los brazos extendidos y la intención de hacer lo mejor que se puede hacer en esta postura: fundirse en un fuerte, largo y caluroso abrazo.

Desde entonces, el señor X y su compañera de suspiros, tienen certeza en que ya no volverán a sentir que algo les falta en el centro de su pecho.

Ya no están solos.

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